
El concepto de “Non-Player Character” (NPC) le resultará familiar a cualquiera que haya jugado alguna vez a juegos de ordenador. Las siglas NPC hacen referencia a personajes del juego no controlados por ningún jugador humano, pero que forman parte esencial de la experiencia de jugabilidad: tenderos, prescriptores de misiones, instructores en nuevas técnicas o poderes… los NPCs conforman, de hecho, la mayoría de personajes con los que se interacciona. Su mayor característica es que sus diálogos, acciones y reacciones han sido decididos de antemano por los responsables del desarrollo del juego, que los programan de manera que enriquezcan el periplo de los jugadores.
Pero el NPC es también la forma mayoritaria en que el “hombre-masa” encuentra hoy su materialización, en tanto que individuo que ha amontonado en su cabeza un “surtido de tópicos, prejuicios, cabos de ideas o, simplemente, vocablos hueros”, los cuales está dispuesto a “imponer dondequiera” (José Ortega y Gasset). Advertimos con preocupación que los NPCs han asaltado la res publica y la han convertido en un espacio de intercambio de opiniones dirigidas. De ahí que quienes sepan lo que es interaccionar con NPCs en el marco de un RPG o similar puedan, por experiencia, hacerse a la idea de la gravedad del problema.
La incorporación acrítica de dispositivos tecnológicos sobresocializantes, basados en el intercambio de dosis de dopamina (las redes sociales) ha propiciado que el sujeto se convierta en una personalidad tan dependiente de los perfiles de terceros como lo es el NPC respecto de su programador. Este NPC corporeizado ha sustituido su facultad de pensar por el buceo entre las opiniones ajenas (scroll down) y el consumo de propaganda disfrazada de entretenimiento, cuyas directrices reproduce luego como propias. Además, su necesidad de estimulación dopamínica le induce a ponderar los argumentos en función de su “viralidad” (popularidad), lo que en la práctica le obliga a ser portavoz de las opiniones más comunes. “La persona sobresocializada no puede experimentar, sin culpabilidad, pensamientos o sentimientos que son contrarios a la moralidad aceptada: no puede tener ideas «impuras». (…) [E]stá retenida con una correa psicológica y pasa su vida corriendo por los raíles que la sociedad ha tendido para él” (Theodore Kaczynski).
La unidimensionalidad de los NPCs, con su régimen de vida moldeado hasta el último gesto por el programador, constituye el modelo de ciudadanía que se pretende implementar desde las plataformas. Argumentos enlatados como las risas de una sitcom, opiniones en teoría propias pero que son calcos de las que se emiten en medios y redes… la amenaza de convertirnos, nosotros mismos, en NPCs, aguarda allí donde el juicio se adormece y se entrega a la dulce melodía de “lo que es popular”, del meme o mímesis como único fundamento de una vida hecha a imagen de la de otros.
Por todo esto (y por mucho que pueda sonar contraintuitivo), en las redes sociales no quedan apenas usuarios. Y no tanto por los bots, que a pesar de la atención mediática de la que gozan en tanto que desestabilizadores “oficiales” de las democracias, representan un problema mucho menos grave que el que estamos aquí planteado. Lo que más abunda en redes son NPCs, híbridos de humano y bot que publican contenido con total libertad, pero cuyas opiniones “personales” parecen redactadas por la mano invisible de un programador de contenidos. Tras lo que aparentan ser cuentas reales y no bots, se deja entrever una misma y estrecha lógica, la propia del algoritmo más previsible: el NPC reacciona ante ciertas palabras clave recurriendo a un vocabulario prefijado, responde usando imágenes o emoticonos para no tener que razonar nada, publicita sus choques dialécticos para encontrar el apoyo de otros NPCs afines. Las preocupaciones por la interferencia electoral no tendrían su razón de ser si una buena parte de la masa de electores no se hubiera convertido antes en algo similar a los NPCs, seres desesperadamente necesitados de las prescripciones de terceros.
Todas las opiniones “personales” que son asumidas por exposición repetida a un cierto tipo de contenidos, al no ser fruto de la meditación pausada sino de la excitación dopamínica, resultan extremadamente volátiles. Como sucede en los mercados financieros, las simpatías de la opinión pública fluctúan entre los valores al alza de cada momento. En el plano político, al estar además condicionadas por intereses puramente partidistas, el NPC puede contradecirse, con total libertad, cada poco tiempo (de ahí la conocida y mutable máxima, “Oceanía siempre ha estado en guerra con Eurasia”, de 1984). Programadores de la opinión compiten en una suerte de carrera armamentista por introducir los propios posicionamientos en el código fuente de los NPCs, quienes demandan una mano rectora para poder construirse un criterio propio (sic). Aspiran a ejercer un papel, para lo cual necesitan un guión.
Por todo esto, el principal tema político de nuestro tiempo no es otro que el de la manipulación o propaganda. Cuando la democracia ha quedado reducida a la mera competición electoral, cualquiera con suficiente habilidad y recursos (el demagogo) puede erigirse, repentinamente, en portavoz del inestable “sentir popular”. Pensemos, por ejemplo, en los súbitos cambios de opinión colectivos tras emitirse ciertos contenidos audiovisuales o producirse algún incendio en redes. Con el ascenso político del NPC se aspira a hacer hegemónico este modelo de ciudadanía temerosa y vacilante, cuyo único interés se reduce a cómo ganar su atención, corazón y mente.
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