
El estreno de Barbie, la película de Greta Gerwig, ha hecho correr ríos de tinta (virtual). La trama empieza con el surgimiento de una ansiedad existencial en Barbie (ese «¿alguna vez habéis pensado en la muerte?») y termina con la muñeca de Mattel abrazando la condición humana. La protagonista se marcha de la utopía feminista de Barbieland para poder ser Barbara Handler, mujer humana adulta, en el mundo real. En la última escena aparece llegando a una revisión ginecológica, a través de la cual se insinúa el surgimiento de un aparato reproductor femenino tras aceptar una existencia mortal.
Barbie se da cuenta del absurdo de Barbieland tan pronto como entran en su cabeza dilemas existenciales propios de la edad adulta, como el paso de la edad o la conciencia de finitud. En el falansterio que le ha diseñado Mattel no puede encontrar respuesta a sus preguntas. Para afrontarlas, tiene que buscar la puerta de salida de la utopía, que a partir de ahora se le revela como jaula existencial, en la que «la identidad no deja de contemplarse a sí misma, donde reina el eterno presente, (...) tiempo forjado por oposición a la idea misma de tiempo» (Cioran, Historia y utopía). La perspectiva de un ocio sin fin no consigue ahogar, por mucho que lo pretenda, la pregunta humana por el absoluto.
El origen de su creciente inquietud con Barbieland es la repentina preocupación de Barbie por el futuro, que la lleva a contradecir la ley suprema de cualquier utopía: «detestar el porvenir, resentir su peso y su calamidad, desear a cualquier precio sustraerse a él» (Cioran). El imperativo de vivir teniendo exclusivamente en cuenta la perspectiva del presente es lo propio de las utopías. Queriendo olvidar un pasado de opresiones y celebrar que se disfruta ya del «mejor de los mundos posibles», las utopías quitan las pasarelas que permiten el diálogo con el pasado y el futuro. En ellas, la historia queda suspendida y el tiempo se funde en un perpetuo presente. Cuando el instinto utópico consigue sus objetivos, se transforma en un agujero negro que se traga los ejemplos que muestran que se puede vivir de otra manera.

Una vida ociosa en el falansterio de Barbieland se le descubre a Barbie como una forma degradada de existencia. Atrapados en el bucle de un eterno presente, Barbies y Kens llevan una vida sin propósito (telos), consistente en conducir coches color pastel, surfear, montar fiestas y coquetear sin deseo sexual, por puro aburrimiento. Lo perverso del asunto es que Mattel les haya diseñado una «utopía feliz» para que sufran en ella el castigo de Prometeo, condenado a una misma tortura que se repite a diario. Barbie da buena cuenta de lo asfixiante que resulta vivir de esta forma cuando su inquietud existencial ya ha echado a andar: «claro que es el mejor día [de mi vida], igual que lo fue ayer y lo será mañana, y cualquier otro día, forever».
Si Cioran escuchara esta frase, identificaría en Barbieland un régimen de una crueldad sin igual:
la utopía es lo grotesco en rosa, la necesidad de asociar la felicidad, es decir lo inverosímil, al devenir, y de llevar una visión optimista, aérea, hasta el límite en que se una a su punto de partida: el cinismo que pretendía combatir. En suma, un cuento de hadas monstruoso.

Como en Barbieland no transcurre el tiempo, sus moradores no utilizan la historia como medidor de referencia que les ayude a comprender su modo de vida actual. Las coordenadas del «antes» o del «después» dejan de resultar orientativas cuando cada día sigue el esquema del anterior. No hay pasado ni futuro, solamente la certeza de un destino ineludiblemente ocioso en un mundo sin envejecimiento ni muerte. Barbieland es el retrato del mundo desolador que asoma tras el fin de la historia, ese en el cual «no hay lucha o conflicto en torno a grandes asuntos, y, en consecuencia, no se precisa de generales ni estadistas» (Fukuyama, ¿El fin de la Historia?).
Un mundo carente de conflictividad elimina la razón de ser de lo político, que surge de la necesidad de administrar la discrepancia. Sin conflictos, las dos grandes figuras que la humanidad ha seguido como modelo por su manera de afrontarlos, el «general» y el «estadista», pierden su aura de seres virtuosos. Tales modelos son patrimonio de sociedades con historia, que se nutren de los referentes del pasado y los usan para proyectarse hacia el futuro. El modelo les muestra el ejemplo a seguir, es un
valor encarnado en una persona, una figura que se cierne frente a uno o frente al grupo de tal modo que el alma poco a poco adopta sus rasgos y se transforma; y su ser, su vida, sus actos se rigen consciente o inconscientemente por él, se afirma, se elogia o se desaprueba y se censura a sí misma según esté en acuerdo o en desacuerdo con ella (Scheler, El santo, el genio, el héroe).

A través de sus acciones, que se recuerdan solemnemente en las festividades, en el mito y en la poesía, los hombres y mujeres ejemplares moldean el alma de la sociedad llamándola a una vida virtuosa. Para Scheler, los modelos son tanto como «verdadero núcleo de esta alma de la historia». Las asociaciones humanas se definen por sus figuras inspiradoras, las cuales no dejan de sufrir transformaciones que influyen en la conciencia histórica de cada momento:
la influencia misteriosa del modelo es aún más profunda: la persona (o el grupo) que sigue un modelo, no tiene necesidad de conocerlo de una manera consciente (…) lo conoce tanto menos cuanto más poderosa es la acción formadora sobre su devenir (Scheler).
De existir, las utopías no podrían permitirse dejar tanto al azar. El falansterio no puede tolerar que una «influencia misteriosa» sobrevuele el pensamiento de la colectividad. En la medida que pasado y porvenir son fuentes inagotables de modelos que inspiran maneras alternativas de vivir, a los programadores sociales no les queda otra que acabar con su ejemplo. Los modelos son portadores de un potencial oculto que no puede sino generar suspicacias ante la posibilidad de que su llamamiento se traduzca, eventualmente, en un levantamiento contra el «mejor de los mundos posibles».

Con su ejemplo, Barbie interfiere en el lavado de cerebro que pretenden los programadores de Barbieland y se constituye en un potencial modelo a seguir, semilla de la discordia en un mundo enajenado por el ocio. Ken, su acompañante en el mundo exterior, representa un antimodelo, que en ninguna parte de su ser incita a la virtud. Como tal, su ejemplo solo sirve a los intereses de los programadores sociales de Mattel: habiendo conocido el afuera, decide volver a la maqueta y seguir con su vida anterior, en la que el soma del ocio lo inunda todo. Se limita a introducirle, en un simulacro de repolitización, una caricatura del patriarcado, que implementa como una nueva moda de caballos y grandes televisores.
Kendom es Barbieland puesto del revés, un rebranding de la misma tortura prometeica materializada en un presente perpetuo. Ken no cuestiona lo fundamental de la utopía, el fin de la historia y la perspectiva de un ocio sin fin, de manera que sus anhelos (a diferencia de los de Barbie) sí pueden encontrar cabida en el falansterio. En cuanto los Kens se hacen con el poder, demuestran no ser portadores de alteridad alguna. Por el contrario, acomodan las casas de las muñecas según un «estilo masculino» estereotipado, con la única perspectiva de generar nuevas formas de ocio que giren en torno a ellos. El Kendom no significa a la reapertura del plano conflictual y el retorno de lo político, sino una reforma menor que sigue manteniendo en suspenso las preguntas existenciales. La tipología de su revuelta les descubre como muñecas masculinas antes que como hombres de carne y hueso.
En lo que dura su mandato, los Kens juegan a ser los protagonistas de un mundo de muñecas en el que encuentran perfecto acomodo. El nuevo orden patriarcal es irrelevante en la medida que sigue proveyendo a todos, Barbies y Kens, de la dosis necesaria de soma para mantener a raya sus inquietudes existenciales. El Kendom es un intento de imitar Barbieland situando en su centro a las muñecas masculinas, en una muestra infantil de celos. Como tal, su modelo inspirador no puede ser el del «general» o el «estadista», los cuales llaman a la virtud que deriva del comportamiento heroico, sino el antimodelo que representa el hombre del Manifiesto SCUM:
el hombre es una mujer inacabada, un aborto andante en estado de gen. (…) Él es un muerto viviente, un pedazo insensible, incapaz de dar o recibir placer o felicidad; consecuentemente, en el mejor de los casos, es un aburrimiento total, una mancha inofensiva (…) Siendo una hembra incompleta, el macho se pasa la vida intentando consumarse, volverse mujer (Valerie Solanas).
Gerwig retrata el fracaso de este hombre «hembra incompleta» (muñeca masculina) a la hora de poner sobre el tablero los dilemas existenciales vetados por Mattel: la historia y lo absoluto. El resumen de la vida de los Kens es un perpetuo «intentar consumarse, volverse mujer», entendiendo esta categoría como un ser felizmente insertado en un orden social rendido al ocio, y no una mera clase subalterna del mismo. Por consiguiente, mientras Ken se sirve del conocimiento adquirido en el mundo exterior para hacerse coronar rey de su jaula existencial, a Barbie se le hace irrespirable hasta el punto de tener que abandonarla.

Barbie se erige en modelo después de emprender el «viaje del héroe» y enseñar a la colectividad enajenada el camino que tiene que emprender cualquiera que se vea asediado por las mismas preguntas que ella: escapar del parque de juegos del demiurgo, acceder al mundo real (esto es: la Creación) y asumir una existencia humana encarnada, sexuada, finita. La hembra humana Barbara Handler ha instalado ya el conflicto en el disco duro de Barbieland. Si los programadores de Mattel no consiguen borrar su historia del imaginario colectivo, el «cuento de hadas monstruoso» puede venirse abajo tan pronto como otros decidan imitar su ejemplo y buscar respuestas en el afuera.
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