
En 2015 el Papa Francisco dio a conocer la encíclica Laudato si’ , interpretada comúnmente como un alegato ecologista que prueba el compromiso de la Iglesia en la lucha contra el cambio climático. Los motivos son conocidos. En ella se habla, entre otros, de proteger la biodiversidad, de la sostenibilidad medioambiental y de los modelos de economía circular. El documento fue muy bien recibido entre sectores progresistas, que en los últimos años han ido considerando a Francisco un aliado en su denuncia del neoliberalismo económico.
Pero ¿hasta qué punto tales elogios son producto de una sintonía real con el mensaje de fondo de la Laudato si’? Porque todo parece indicar que detrás del repentino interés por el género de las encíclicas se esconde una voluntad de instrumentalización política, a la que le resulta indiferente la perspectiva del conjunto. A los adherentes progresistas de la Laudato si’ les basta con que alguna de sus partes aisladas pueda ser aprovechada para la lucha política, por mucho que sea al precio de distorsionar gravemente el sentido original de las palabras. ¿O de verdad creen que lo esencial de una carta religiosa, redactada por el obispo de Roma, puede resumirse en “reciclar más” y “consumir menos”?
Laudato si’: sobre el cuidado de la casa común
Desde la revista First Things se ha apuntado a una “lectura superficial” de la encíclica, que ha llevado al ecologismo de Fridays for Future a suscribirla ignorando lo fundamental de ella: que Francisco
sitúa la raíz de nuestro problema en la incapacidad de afirmar a Dios como Creador. Puesto que no orientamos nuestra libertad hacia el reconocimiento de Dios, el Padre, hemos sido seducidos por el proyecto tecnológico. Pretendemos someter y dominar el mundo de manera que pueda servir a nuestros deseos y necesidades, tratando “a otros seres vivos como si fueran meros objetos sujetos a la dominación humana arbitraria”. Por el contrario, si reconocemos a Dios como Creador, podemos recibir la Creación como un regalo y comprobar que “el propósito final de las otras criaturas no se encuentra en nosotros”.
Vemos que el autor de la reseña, el pensador católico R. R. Reno, se distancia de las habituales interpretaciones “ecologismocéntricas”. La tesis de fondo de la Laudato si’ trabaja con presupuestos mucho más inquietantes que el consumo irresponsable de los recursos como causante del desastre ecológico. Para la encíclica, la pérdida de la fe se halla en el origen de la crisis planetaria, a la que considera la manifestación más superficial de una crisis de carácter religioso, de la que es consecuencia. Francisco insiste en esto desde el principio, por mucho que cierto tipo de lecturas lo quieran pasar por alto: “[l]a violencia que hay en el corazón humano, herido por el pecado, también se manifiesta en los síntomas de enfermedad que advertimos en el suelo, en el agua, en el aire y en los seres vivientes” (2).
La destrucción de la “casa común” que se nos encomendó cuidar es interpretada como el acto final suicida, pero plenamente coherente, con la cruzada de la Modernidad contra las prescripciones divinas. “Corroboré el otro día leyendo a Louis Massignon que nunca el hombre occidental ha tenido tanta vocación suicida”, le escribía María Zambrano a José Lezama Lima en 1973. Es decir, que si nos hemos autosituado en el centro del ecosistema es porque la cultura moderna (racionalista e idealista) ha estado confundiendo deliberadamente el lugar de la raza humana como dueña de la Creación y no como su administradora responsable (116). De ahí que Reno valore la encíclica como un “retorno del catolicismo antimoderno” y no como una actualización de los valores de la Iglesia, probablemente con este fragmento de la Laudato si’ en mente:
[l]a mejor manera de poner en su lugar al ser humano, y de acabar con su pretensión de ser un dominador absoluto de la tierra, es volver a proponer la figura de un Padre creador y único dueño del mundo, porque de otro modo el ser humano tenderá siempre a querer imponer a la realidad sus propias leyes e intereses. (75)
Al acudir a la fuente original, parece claro que el tema real de la encíclica no es el cambio climático o el ecologismo, sino el abandono de la conciencia de subordinación respecto de un algo que nos supera. Es en este punto (75) mejor que en ningún otro que aparece a plena luz el carácter antimoderno que Reno le atribuye al documento. Hasta tal extremo su interpretación es correcta, que es obvio que contrarrevolucionarios de la talla de Joseph de Maistre podrían suscribir el diagnóstico epocal del “progresista” Francisco (y con muchas menos reticencias que la actual “derecha” española). Dice un De Maistre nada sospechoso de progresista:
[p]or encima de todas esas numerosas razas de animales se halla el hombre, cuya mano destructora no perdona nada que viva (…) rey orgulloso y terrible, lo desea todo y nada se le resiste (…) las mesas del hombre están llenas de cadáveres (De Maistre, en “Joseph de Maistre y los orígenes del fascismo”, de Isaiah Berlin).
Evidentemente, el actual Papa y el contrarrevolucionario De Maistre coincidirían también en la necesidad de “volver a proponer la figura de un Padre creador y único dueño del mundo”. En la Laudato si’ (75) esto se ofrece como único remedio para aplacar el instinto dominador del ser humano, sin que esto haya causado mayor polémica. En cambio, en el vilipendiado De Maistre, esta misma propuesta es objeto de un ulterior desarrollo, pidiendo recuperar el Dios del Antiguo Testamento, “[confiriéndole] de nuevo sus antiguos privilegios, el estatuto de tirano del que tan despiadadamente había sido despojado. Si era bueno y correcto, dejaba de ser temible, perdía todo su poder sobre las mentes” (“Ensayo sobre el pensamiento reaccionario”, Cioran). Esta estrategia para poner coto a la insensatez humana a través del terror religioso la debemos limitar a De Maistre, pero la “progresista” Laudato si’ no es nada clara en este punto. Parte de una propuesta idéntica a la de De Maistre (recuperar la figura del Padre), pero permanece deliberadamente ambigua en cuanto a su desarrollo práctico...
Para la encíclica, lo que de veras amenaza la vida en la Tierra es la actitud irresponsablemente antimetafísica del hombre moderno, que no se percibe sometido a unos principios de orden superior. De manera que la primera causa de la crisis ecológica queda remitida a la emancipación de lo divino, que transformó el cosmos sagrado en materia susceptible de manipulación por parte del humano endiosado. Otra vez es De Maistre el complemento natural de unas tesis que Francisco se limita a insinuar: “[la ciencia llena al hombre de] orgullo soberano, lo corrompe y lo desvía de las ideas que le son apropiadas, lo convierte en enemigo de toda subordinación, en refractario a todas las leyes y todas las instituciones (…)” (De Maistre, en “Joseph de Maistre y los orígenes del fascismo”, de Isaiah Berlin).
Por otra parte (y de manera muy significativa), la Laudato si’ se para a distinguir entre “naturaleza” y “Creación” (76) para dejar claro que la amenaza de la que ella advierte se dirige contra la segunda. La naturaleza es un “sistema que se analiza, comprende y gestiona”, mientras que la Creación “surge del amor de Dios donde cada criatura tiene un valor y un significado. (…) un don que surge de la mano abierta del Padre de todos” (76). Muchas interpretaciones fallan a la hora de reconocer la importancia de esta división. A través de ella, el Papa aspira a demostrar que toda aproximación a la problemática que se quede en el plano de la naturaleza (como le sucede al ecologismo) seguirá presa del punto de vista tecnocrático, puesto que no le asigna a la realidad un valor intrínseco, sacro, el cual va asociado a una conciencia de la responsabilidad.
Teniendo esto en cuenta, se podría hasta decir que a la “encíclica ecologista” no le interesa el tema de la naturaleza más que incidentalmente, ya que el objeto real de sus preocupaciones es la relación que establecemos con la Creación en tanto que expresión de lo sagrado. “San Francisco (...) nos propone reconocer la naturaleza como un espléndido libro en el cual Dios nos habla y nos refleja algo de su hermosura y de su bondad” (12). En cierta medida, la Laudato si’ es incluso “antiecologista”, en tanto que el ecologismo dominante se abstrae deliberadamente de la dimensión sacra y se encomienda a la clase científica en busca de soluciones de corte racionalista. El Comité Invisible, desde su heterodoxo anarquismo, refuerza (¿involuntariamente?) el mensaje de Francisco:
produciéndose el desastre por su propia relación desastrosa con el mundo, él se relaciona siempre con el desastre de la misma desastrosa manera. Calcula la velocidad a la que desaparecen las masas de hielo flotante. Mide la exterminación de las formas de vida no humanas (…). Observa la rarefacción de la vida terrestre desde el espacio. Lleno de orgullo, pretende ahora, paternalmente, “proteger el medio ambiente”, que no le ha pedido tanto. (“A nuestros amigos”)
La actual deriva antiecológica es el producto inevitable de un mundo sin una divinidad mediadora que aplaque el instinto dominador del ser humano, y no un mero accidente resultado del insuficiente desarrollo técnico: “it’s a feature, not a bug”. Esta situación la sintetiza Reno inmejorablemente: “sin una orientación teocéntrica, adoptamos la presunción antropocéntrica según la cual estaríamos en el centro de la realidad. Ésta induce a tratar a la naturaleza —y a otros seres humanos— como material en crudo que podemos manipular conforme deseemos”. Es decir: que según Francisco, Reno y De Maistre, o regresamos sobre las prescripciones de una religión o aceptamos acríticamente los postulados dominadores de la Modernidad, sin que se conozca otra opción.
La Laudato si’ como manifiesto antignóstico
Habiendo expuesto todo lo anterior, se ha despejado el terreno para poder formular la siguiente hipótesis: que la Laudato si’ debe ser ante todo considerada como un manifiesto antignóstico, que en el contexto de 2022 tiene todo el sentido del mundo releer. Estamos entrando (y de manera muy evidente desde el mes de marzo de 2020) en una era gnóstica, que observadores varios empiezan ya a identificar como tal. La Iglesia, que ve que este proceso se dirige contra su propia concepción del mundo, ha intervenido manifestándose en contra del sentido de los tiempos a través de la encíclica.
Pero ¿qué es el gnosticismo y quienes son los gnósticos de nuestra época?
El gnosticismo, del griego gnosis (conocimiento) fue una secta esotérica de los primeros siglos de cristianismo. Partía, eso sí, de un sentir radicalmente opuesto al cristiano: la Creación, en vez de ser obra de Dios, la consideraba hecha por un demiurgo, una divinidad de rango inferior responsable de la configuración del mundo material, en cuyo diseño el auténtico Dios no habría intervenido. Vista así, la realidad física en la que habitamos no sería sino una trampa del demiurgo para que los humanos permaneciéramos alejados de la divinidad a la que suplanta.
Debido a esta percepción, el gnóstico ve el mundo desde un pesimismo existencial extremo. Es inevitable que quiera sustraerse de lo que considera un cuadro desolador, respecto del cual se siente un ser extraño, para establecer contacto espiritual con el verdadero Dios (la “fuente original”, que el demiurgo imposta). Su objetivo final es borrarse del mundo material, incluyendo de la “cárcel” de su propio cuerpo, para rescatar de ahí a su alma pura, que es lo único que le une con el Dios auténtico. El medio para conseguirlo sería cultivando un conocimiento secreto (gnosis) que le permitiera adentrarse en ese plano otro, fuera de la realidad falsaria del demiurgo.
El gnosticismo, al desvivirse por hallar la forma de escapar de un mundo terrenal que desprecia (por considerarlo impuesto, defectuoso, falso), deriva en una actitud manifiestamente anticristiana, consistente en la enemistad con la Creación. Insatisfecho con la realidad dada, el gnóstico se alza en rebeldía contra ella; anhela trascender, a través de la renuncia, hacia una realidad liberada de la “condena material”. Por el contrario, en la Laudato si’ (98) se observa que el tipo de relación con lo real que predica el cristianismo choca frontalmente con el punto de partida gnóstico:
Jesús vivía en armonía plena con la creación, y los demás se asombraban (…). No aparecía como un asceta separado del mundo o enemigo de las cosas agradables de la vida. (...) Estaba lejos de las filosofías que despreciaban el cuerpo, la materia y las cosas de este mundo. (...) [T]rabajaba con sus manos, tomando contacto cotidiano con la materia creada por Dios para darle forma con su habilidad de artesano. (98)
Explica Francisco que el cristianismo se desmarca de las filosofías que “desprecian el cuerpo, la materia y las cosas”, aludiendo al gnosticismo aunque sin mencionarlo de manera directa. Vivir en “armonía plena” con Dios, según el cristiano, no es quitarse del mundo, denigrarlo y autoubicarse en un plano no material “auténtico”, sino apreciar y participar respetuosamente de la maravilla que nos ha sido dada. No hay, en el cristianismo, una separación tan taxativa entre “materia” y “espíritu”, no se aprecia un dualismo: el carpintero Jesús demuestra que al espíritu también se llega a través de las manos, “tomando contacto cotidiano con la materia creada por Dios”.
Mientras que, para los gnósticos, el auténtico Dios no se interesa por nosotros, para el cristiano el soplo divino se percibe en todas partes:
[s]upone este pensamiento (...) un supremo optimismo en el fluir infinito de la gracia creadora con que un día el Omnipotente Dios creara el mundo. No fue la creación una obra momentánea y conclusa ya para siempre; el milagro se repite en cada instante y el mundo es de nuevo creado. (María Zambrano, “Horizonte del liberalismo”)
Si el gnosticismo suele ser encuadrado dentro de las doctrinas heréticas, lo es por su desprecio manifiesto de la obra divina. Al ir en busca de una “segunda realidad” velada, recinto en el que el espíritu se esconde, el gnóstico se desentiende del Universo, su “realidad radical” (Ortega). En su aislamiento, ha dejado de permanecer a la escucha de la música del cosmos, a través de la cual Dios se hace presente. En las antípodas de este ser ensordecido, obsesionado por hacerse con un conocimiento vetado a la mayoría (la gnosis), la encíclica presenta al humilde San Francisco (12) como modelo ético, quien
entraba en comunicación con todo lo creado, y hasta predicaba a las flores «invitándolas a alabar al Señor, como si gozaran del don de la razón». Su reacción era mucho más que una valoración intelectual o un cálculo económico, porque para él cualquier criatura era una hermana, unida a él con lazos de cariño. Por eso se sentía llamado a cuidar todo lo que existe. (12)
No hay, en la religión cristiana, elementos que alienten a desarrollar enemistad alguna con la Creación. Justamente lo contrario, como demuestran las vidas de San Francisco y del propio Jesús. La Laudato si’ es un ensalzamiento de esta concepción católica de lo real, en la que se presupone un deber protector que vincula a la especie con el resto de criaturas, dado que también ellas son depositarias del mensaje divino: “[p]or nuestra causa, miles de especies ya no darán gloria a Dios con su existencia ni podrán comunicarnos su propio mensaje. No tenemos derecho” (33). La carta de Francisco aspira a religar al hombre con el Universo, que es la obra magnífica de Dios, pero del que la Modernidad le ha separado e incentivado a dominar. El tecnognosticismo, probablemente la única filosofía en auge tras el colapso de las ideologías, radicaliza este abandono al seducir al humano para que se instale en un plano distinto del real: el virtual.
El tecnognosticismo de Silicon Valley
El motivo real por el que se escribe la Laudato si’ es para constituir un polo de oposición frente al indisimulado resurgir del gnosticismo en nuestra propia época. En coherencia con ese objetivo, en la encíclica se cuestionan algunos de los presupuestos centrales de la Modernidad, que dieron alas al proyecto gnóstico (secularización, individualismo, dominio instrumental…).
La gran diferencia con sus formas pasadas es que el nuevo programa gnóstico se presenta despojado de su revestimiento metafísico-teológico, y se limita a afirmar su rechazo de lo material. Es un gnosticismo degradado, sin afán ya de trascender hacia una divinidad que le habría sido ocultada. No obstante, conserva del programa original (i) su insatisfacción ante la vida tal y como le viene dada (percibida como imposición del demiurgo que supone detrás del mundo físico) y (ii) su anhelo por mudarse a una “segunda realidad” presumidamente mejor y alternativa a la de la Creación (el mundo digital). A la vanguardia de este proyecto se sitúa la industria tecnológica, que dispone del conocimiento secreto (gnosis) para librar a la humanidad de esta existencia insoportable y brindarle una vida eminentemente descorporalizada. A este proyecto de desmaterialización de la existencia con vistas a una digitalización total yo lo he llamado tecnognosticismo.
En la carta fundacional de Meta, rebranding de Facebook que profetiza la llegada del metaverso, el gnóstico Zuckerberg escribe que en su realidad alternativa “podrás hacer casi todo lo que imaginas: juntarte con tus amigos y familia, trabajar, aprender, jugar, comprar, crear (…) [y así] reducir tu huella de carbono”. De esta descripción se deduce que la corporalidad es algo en el fondo prescindible para gozar de una vida humana plena. Entiende que toda nuestra realidad podría trasladarse a un plano virtual sin perder en términos de profundidad. De hecho, persistir en un plano corporal no ayuda a “reducir [la] huella de carbono” ni tampoco permite “teletransportarse instantáneamente” a cualquier lugar del globo, de manera que éste queda asociado a valores fundamentalmente negativos, anticuados para una humanidad ecofriendly y en constante movimiento.
Eric Voegelin advertía en 1968 que “los movimientos modernos de pensamiento son variantes del gnosticismo” (“Ciencia, política y gnosticismo”), sin alcanzar a ver la más refinada de sus versiones, que hoy solamente empieza a despuntar: el transhumanismo, cuyo nombre real debería ser tecnognosticismo. El tecnognosticismo es la filosofía que subyace a todo el proceso de migración al metaverso, que anima a trascender a un plano desmaterializado para alcanzar allí la liberación que nos es negada en el mundo físico.
Esta enésima reinterpretación del gnosticismo libra un combate abierto contra la realidad tal y como nos ha sido donada, y le ha declarado la guerra a las fronteras limitadoras de lo material y lo biológico, que se intuyen obra de un genio demiúrgico que “conspira” contra la libertad humana. La salida de esta “cárcel” pasa por purgar al sujeto de la materia impura que es su cuerpo y trasladarlo a un plano no corpóreo, desde el que poder reinventarse hasta el infinito: lo digital. Pero volvamos al Comité Invisible, de nuevo sorprendente aliado de Francisco:
[e]l hombre occidental intenta vanamente reencantar su divorcio con la existencia, consigo mismo, con “los otros” —¡vaya infierno!—, denominándolo su “libertad”, cuando esto no es sino a costa de fiestas deprimentes, de distracciones débiles o por medio del empleo masivo de drogas. La vida está efectivamente, afectivamente, ausente para él, pues la vida le repugna; en el fondo, le da náuseas. Es de todo aquello que lo real contiene de inestable, de irreductible, de palpable, de corporal, de pesado, de calor y de fatiga, de lo que ha conseguido protegerse arrojándolo al plano ideal, visual, distante, digitalizado, sin fricción ni lágrimas, sin muerte ni olor, de Internet. (“A nuestros amigos”)
El grupo constata una palpable enemistad entre el hombre de Occidente con su propia existencia, que no es sino una parte del gran organismo vivo que es la Creación. Este ser soberbio anhela cortar amarras con lo real (lo material, lo biológico), que “le da náuseas” al recordarle incesantemente la fragilidad de su condición cuando se ve expuesta a tratar con lo otro, lo que convierte sus pretensiones de endiosamiento en una vana quimera. Para una mentalidad tradicional, por el contrario, el humano consigue su libertad encadenándose a principios que le trasciendan a uno, que le subordinen a algo superior a él mismo: “[s]u destino no le estuvo dictado por su temperamento, no por un deseo de evasión; se hizo a sí mismo en contra de sí, de sus gustos. Por amor a la libertad vivió en una absoluta obediencia. Y ese es el modo más alto y noble de ser hombre” (María Zambrano, “Martí, camino de su muerte”).
El tecnognosticismo, colofón de la actitud gnóstico-racionalista que no soporta estar en contacto con lo real, se ha escapado hacia un plano ideal (Internet o el metaverso), puramente espiritual, en el que no existe “fricción ni lágrimas”, “muerte ni olor”. Predica una forma de existencia in vitro, que transcurre entre espacios de pseudosocialización digital, los cuales permiten infinitas recombinaciones del sujeto. Mary Harrington, a través de la etiqueta #WarOnRelationships, lleva tiempo denunciando la vida en un pod o cabina como más que plausible horizonte de futuro, desde la que poder ser completamente libres, una vez que nuestro enlace con lo real sean solamente los cables de fibra óptica.
En cuanto a la filosofía que subyace a todo este proceso, el pretendidamente emancipatorio transhumanismo, basta citar de nuevo a De Maistre para que se vea bien el engaño que practica: “estamos malcriados por la filosofía moderna, que nos dice que todo está bien, mientras que el mal lo ha mancillado todo y, en un sentido más que real, todo está mal, puesto que nada está en su sitio” (De Maistre, citado en el “Ensayo sobre el pensamiento reaccionario”, de Cioran). En este caso, la analogía con nuestra “filosofía moderna” es que estaría ofreciendo la imagen de progresiva liberación de las constricciones históricas, pero en realidad estaría legitimando un abandono de lo real de consecuencias desastrosas.
También Francisco discierne en la Laudato si’ los fundamentos del proyecto tecnognóstico de desmaterialización, para el cual la Creación no es sino un telón de fondo que debe ser trascendido en pos de la liberación individual:
[p]ero mirando el mundo advertimos que este nivel de intervención humana (…) hace que la tierra en que vivimos en realidad se vuelva menos rica y bella, cada vez más limitada y gris, mientras al mismo tiempo el desarrollo de la tecnología y de las ofertas de consumo sigue avanzando sin límite. De este modo, parece que pretendiéramos sustituir una belleza irreemplazable e irrecuperable, por otra creada por nosotros (34).
Sale a relucir la polémica contra el gnosticismo. Hay una primera realidad, llamémosla Universo o Creación, que se considera “irreemplazable e irrecuperable” pero de la que nuestra cultura actual sueña con separarse. El tecnognosticismo va en busca de “otra [belleza] creada por nosotros” y hace que el ser humano se atribuya el rol creador de Dios, dando lugar a un simulacro virtual de la existencia. Siempre ha querido el gnosticismo “destruir el orden del ser, que se experimenta como imperfecto e injusto, y reemplazarlo con un orden justo y perfecto mediante el poder creador del hombre” (Eric Voegelin “Ciencia, política y gnosticismo”), y el transhumanismo, aliado con las grandes tecnológicas, se revela como la primera gran tentativa que puede realizar este logro técnicamente.
Finalizando ya, en la Fratelli Tutti, la encíclica inmediatamente posterior a la Laudato si’, que fue publicada algunos meses después de los confinamientos de marzo de 2020, no hace sino redoblar la apuesta por la materialidad que ya se intuía en su predecesora y confirmar la continuidad de la pugna antitecnognóstica. Y esto lo hace en pleno contexto de reaplicación de medidas de “distanciamiento social”:
[h]acen falta gestos físicos, expresiones del rostro, silencios, lenguaje corporal, y hasta el perfume, el temblor de las manos, el rubor, la transpiración, porque todo eso habla y forma parte de la comunicación humana. Las relaciones digitales, que eximen del laborioso cultivo de una amistad, de una reciprocidad estable, e incluso de un consenso que madura con el tiempo, tienen apariencia de sociabilidad. No construyen verdaderamente un “nosotros” sino que suelen disimular y amplificar el mismo individualismo que se expresa en la xenofobia y en el desprecio de los débiles. (43)
Francisco está preparando a la Iglesia contra la siguiente gran embestida del gnosticismo, que promete ser brutal: la guerra abierta contra las relaciones físicas y el contacto humano, ya en proceso de ser absorbidas e indexadas por el metaverso. La sustitución del Universo original por un sucedáneo, nada menos. Se intuye un horizonte postpandemia de un “gnosticismo de lujo totalmente automatizado”, en el que “el contacto físico [pasará a ser] un bien de lujo” y se nos pedirá adoptar el programa gnóstico basado en la descorporalización, siempre asociándola con una “liberación” del sujeto individual, pero que en realidad lo será de nuestra humanidad.
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